Todo indica que hay una campaña mediática en marcha para convencer a la opinión pública, sobre todo a los trabajadores y a las clases medias, de que es urgente e indispensable una reforma fiscal de gran calado que refuerce las finanzas del Gobierno para atender las necesidades sociales. La intención sería que, cuando esa reforma llegue, todo mundo la acepte y que no provoque el rechazo de nadie.
Creo que no es discutible la necesidad, en el mundo entero, de una política fiscal bien diseñada y mejor aplicada para recaudar los recursos suficientes y garantizar el bienestar progresivo de la población de cada país. De ahí la obligación de los ciudadanos de pagar puntualmente sus impuestos para contribuir al fortalecimiento del erario nacional en beneficio de todos. Tampoco es discutible que un régimen fiscal, el que sea, no puede ser eterno; los cambios sociales y económicos que provoca el simple paso del tiempo y que no hace falta detallar aquí, terminan por volver insuficiente cualquier recaudación vigente y obligan a una reforma para reequilibrar ingresos y gastos del Gobierno.
Lo que hay de nuevo en la reforma fiscal que se anuncia, en México y en varios otros países de economías “emergentes” (e incluso en algunas de las más ricas, como la de Estados Unidos), es que no parece estar motivada por los factores “normales” que acabo de insinuar arriba, sino que se promueve como un remedio urgente para los estragos económicos y sociales causados por la abrumadora concentración de la riqueza y el incontenible crecimiento de la desigualdad y la pobreza de las grandes mayorías, que es su contrapartida natural e inevitable, ambos fenómenos agravados a extremos no vistos antes por la actual pandemia de Covid-19.
Según los mismos publicistas de la reforma fiscal hoy, gracias al Coronavirus, nos hallamos inmersos en un círculo vicioso: crece la ostentosa e insultante concentración de la riqueza en manos de unos cuantos y, como su consecuencia fatal, crece el mar de pobres que apenas sobreviven con lo indispensable.
En México se manejan otros dos argumentos adicionales. 1) Los daños al empleo, los salarios y los ingresos en general de las familias trabajadoras a causa del virus; 2) la bancarrota del Gobierno de López Obrador, que se ha quedado sin recursos hasta para lo más indispensable por su pésima distribución del gasto federal y la contracción de la economía que viene desde 2019. Se prevé, además, una agudización de esta crisis financiera en el futuro inmediato por la caída de la recaudación fiscal, como consecuencia de la ya dicha contracción del crecimiento económico debida en parte a la pandemia y en parte al erróneo e improvisado manejo de la economía del Gobierno actual. Concluyen de esto, no sin cierta razón, que si no se instrumenta y aplica, a la mayor brevedad posible, una profunda reforma fiscal, el estallido del descontento social será inevitable.
Puestas así las cosas, creo que no sobran algunas reflexiones para tratar de ver si vamos bien o nos regresamos, hablando en lenguaje coloquial. La mayoría de quienes esgrimen la concentración de la riqueza como la razón fundamental de la reforma fiscal, subrayan también que la urgencia inaplazable de tal reforma se deriva enteramente de la pandemia, porque es ella la que ha agudizado el problema de la desigualdad y la pobreza, que siempre han existido en el mundo pero sin la gravedad que presentan ahora.
Y no es así. El desigual (tremendamente desigual) reparto de la riqueza social, así como el lógico descontento de las masas y la consiguiente polarización social entre ricos y pobres, es un problema que viene de muy atrás, pero que cobró su velocidad e intensidad actuales, es decir, antes incluso de la pandemia, desde que Ronald Reagan en EE UU y Margaret Thatcher en Inglaterra decidieron suprimir el “Estado de Bienestar” e impusieron el neoliberalismo a casi todo el mundo.
A partir de ese hecho, la desigualdad y la pobreza, que son consustanciales al sistema y no nacieron con el neoliberalismo, se convirtieron incluso en un problema teórico para los economistas del capital.
Así que, tanto la concentración brutal de la riqueza como su agudización a los niveles realmente peligrosos que vemos hoy, son ambas hijas naturales del neoliberalismo, solo empujadas un poco por el SARS-Cov-2. No nos engañemos: el propio Milton Friedman, padre de la teoría neoliberal, formuló su principio básico: la única obligación de la empresa privada, su único deber con la sociedad, dijo, es enriquecerse tanto como pueda y a la mayor velocidad posible.
La riqueza así acumulada permitirá mayores inversiones, más empleos, mejores salarios y el bienestar generalizado de la población. Los Gobiernos, por su lado, tienen la obligación de colaborar en la consecución de tales objetivos, renunciando absolutamente a toda tentación de intervenir en la economía, dejando todo en manos del mercado; deben, además, evitar elevar las tasas impositivas a las utilidades del capital y producir mercancías que disputen el mercado a la empresa privada. Absolutamente prohibido todo aquello que pueda desincentivar la inversión y frenar el progreso económico. Tal es el código neoliberal.
A estas alturas, todos sabemos que la empresa privada, ayudada por los Gobiernos, ha cumplido con creces la primera parte de la sentencia friedmaniana, pues se ha enriquecido sin freno y sin medida; pero de la segunda parte (la inversión, los empleos, la elevación de los salarios y el bienestar de la población) no quiere ni siquiera oír hablar. He aquí la verdadera causa de la actual concentración de la riqueza en manos de unos cuantos y del incontenible crecimiento de la pobreza y el hambre en la inmensa mayoría de la población.
Los antorchistas de México, apoyados en datos ciertos y periódicamente actualizados, hemos alertado desde hace muchos años sobre la magnitud de la desigualdad (el 1% más rico poseía tanta riqueza como la mitad más pobre de la humanidad, 3 mil 250 millones de seres en ese momento, según OXFAM) y sobre los peligros que entraña para la paz y la estabilidad social.
Pero hemos recibido el mismo trato que Casandra, la profetisa troyana que, por castigo de Apolo, nadie creía en sus vaticinios. Los troyanos pagaron su indiferencia con el arrasamiento de su ciudad por los micenios y sus aliados; los sordos de ahora se exponen a un riesgo semejante si siguen dejando crecer la desigualdad y la pobreza sin decidirse a ponerles un remedio definitivo. Ese es, precisamente, el reto de la reforma fiscal que se avecina.
De lo dicho se deduce que la insuficiente recaudación fiscal en los países “emergentes”, como México, es también consecuencia de la teoría y la práctica del neoliberalismo. Es esto lo que ha impedido una política fiscal progresiva que ataque no solo la coyuntura sino el problema mayor, el de carácter estructural, es decir, la insultante concentración de la riqueza y el incremento de la pobreza y la polarización social que provocan. Esto exige cruzar la línea roja trazada por el neoliberalismo, es decir, gravar las utilidades de las empresas privadas.
Hay que hincarles el diente tanto como se requiera para restablecer el equilibrio social por el bien de todos, incluida la empresa privada aunque no lo entienda. Urge una reforma fiscal, sí, pero una en la que paguen más quienes ganan más. El Gobierno debe decidirse a poner la mano en el noli me tangere que le ha prohibido tocar la doctrina neoliberal, si quieren garantizar la paz y el progreso social. Aunque debe evitar los excesos y disparates ideológicos que pongan en riesgo la marcha eficiente del sistema. Hacer lo contrario cuando no se tiene claro qué modelo alternativo lo reemplazará, es un puro suicidio político por ignorancia supina.
Es cierto que la pandemia ahondó la desigualdad e incrementó la pobreza un tanto, pero no las generó. Ya existían antes. Agravó el problema al grado de que, según muchos, estamos retrocediendo varios años en materia de desarrollo humano y social, pero esto es cierto solo para los pobres y débiles de siempre; los verdaderamente ricos, los dueños de fortunas inmensas, no perdieron ni perderán nada; incrementaron su riqueza que es hoy mayor que al inicio de la peste. Este es el fruto del neoliberalismo en acción.
Hay cifras precisas sobre cuánto creció la fortuna de Bill Gates, dueño de Microsoft, de Jeff Bezos, dueño de Amazon, o de los gigantes digitales en general. El caso de México es particularmente instructivo, porque el presidente López Obrador ya abolió por decreto el neoliberalismo, y cada vez que puede asegura que en su gobierno se acabaron los privilegios económicos para los ricos. Pero ForbesMÉXICO lo contradice. El 6 de abril dio a conocer los incrementos en las fortunas más grandes del país, incrementos que van desde el 0% de la familia Arango hasta el 146.5% de Germán Larrea. Aquí podemos decir como en El Tenorio: “Los muertos que vos matasteis gozan de cabal salud”.
De todo esto surge la duda: ¿A quién se propone afectar y a quién beneficiar la reforma fiscal que se proyecta? ¿Se atreverá la 4ª T a tocar finalmente las utilidades de los grandes capitales? La duda no es gratuita; sobran opiniones y comentarios que sugieren que se trata de gravar con IVA a medicinas y alimentos y cargar el presupuesto de los ayuntamientos municipales sobre la espalda de quienes pagan impuesto predial y las tarifas de los servicios públicos.
¿Pensarán, acaso, que todos los ciudadanos son latifundistas urbanos o dueños de residencias palaciegas que abusan del agua y la luz públicas? ¿Busca el Gobierno “salvar” a los pobres exprimiéndolos con una mano para devolverles con la otra solo una pequeña porción de lo previamente exprimido? Los mexicanos ya conocemos este tipo de “ayuda” y no creo que nadie esté dispuesto a aceptar tal reforma fiscal. O se deciden a afectar a los grupos de mayores ingresos para mejorar el reparto de la renta nacional y disminuir la desigualdad y la pobreza o el estallido social se hará inevitable.
Pero solo la fuerza organizada, crítica y demandante del pueblo puede forzar una reforma de esta naturaleza; sólo ella puede obligar al Gobierno a procurar una mayor equidad social. Cualquier otro camino es predicar in partibus infidelis (en tierra de infieles). Vale.